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Cuentos Vikingos: LA MUERTE DE HIALMAR EmptyMar Mar 03, 2009 5:31 pm por Mulflar Cullanaugh
Para los que no lo conozcais el comando spolier esta habilitado basicamente teneis que poner la …

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Cuentos Vikingos: LA MUERTE DE HIALMAR EmptyJue Feb 05, 2009 7:03 pm por Jöldror Jägermeister
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Cuentos Vikingos: LA MUERTE DE HIALMAR EmptyLun Ene 12, 2009 4:25 pm por Jöldror Jägermeister
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Cuentos Vikingos: LA MUERTE DE HIALMAR EmptyJue Ene 08, 2009 2:55 am por Mulflar Cullanaugh
Los Reyes magos nos han traido una remodelación del foro y toda la seccion de Alikante nocturno.


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Cuentos Vikingos: LA MUERTE DE HIALMAR EmptySáb Dic 27, 2008 12:05 am por Mulflar Cullanaugh
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 Cuentos Vikingos: LA MUERTE DE HIALMAR

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Mulflar Cullanaugh
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MensajeTema: Cuentos Vikingos: LA MUERTE DE HIALMAR   Cuentos Vikingos: LA MUERTE DE HIALMAR EmptyMar Feb 03, 2009 11:48 pm

ARNGRIM era el nombre de un vikingo famoso que habitaba en una región de la Suecia meridional, desierta e inculta, poblada de lagos y bosques, y conocida como el país de Bolm.
Tenía doce hijos de piel colorada, de gran estatura, anchos de pecho, y todos ellos más fuertes que la mayoría de los hombres. Mostraban con orgullo sus brazos, sus piernas y su torso. Sobresalían en la carrera, el lanzamiento de jabalina y el tiro con arco. Cuando no se encontraban de expedición por el mar, no hacían otra cosa que ejercitarse en juegos violentos del cuerpo, para mantener el vigor y la resistencia de sus miembros.
El mayor, Angantur o Angan el Toro, rebasaba a sus hermanos de un codo en altura; era el más ágil y el más robusto, y mandaba a los otros. Una barba negra y cerrada poblaba sus mejillas, y su enmarañada cabellera le caía por debajo de los hombros. Bajo su blusa de cuero laminada de hierro se movían músculos poderosos, duros como las rocas de los promontorios. Y cuando combatía, su garganta lanzaba un grito formidable que dejaba estupefacto al enemigo.
Los doce hermanos eran conocidos lejos por su barbarie. No había nadie que, al verlos, no temiera por su persona o sus bienes; así, todo el mundo huía o se ocultaba cuando ellos se acercaban, poseídos por el furor de los Bersaerks. Entonces, aullaban, con el rostro levantado hacia el cielo, como bestias salvajes; mordían y deshacían el borde de sus escudos; descantillaban con sus espadas las rocas de granito, de las que hacían saltar haces de fuego; arrancaban los árboles de raíz, y cometían toda suerte de actos de demencia. En este estado, no respetaban nada: los hombres, los animales, las cosas, todo servía de pasto a su furor, y sólo se calmaban al llegar el crepúsculo, cuando la noche extendía sobre la tierra, con la sombra desmesurada de los robles, el silencio y la calma.
Era tal el terror que inspiraban, que ya no encontraban guerreros que quisieran seguirles en sus empresas, pues se había dado el caso de que, en alta mar, se apoderaba de ellos el furor de los Bersaerks y mataban entonces a todos sus compañeros. Al barco chato, provisto de largos remos, que los llevaba hacia las aventuras, subían ellos solos, terribles y mudos; y algunas veces se oían llegar de repente de mar adentro, semejantes a rugidos, los estallidos de sus transportes frenéticos.
Un día de Navidad, mientras platicaban entre ellos, buscando nuevos motivos de guerra y de rapiña, Angantur exclamó:
—En verdad, sólo soy un hombre tosco, de pelo duro y voz gruñiente, cazador de osos y aventurero de los mares. Me visto de pieles y acero, amo el viento y la lluvia, el lamento de los vencidos, el olor de la sangre. Tengo como amigos a los lobos y los cuervos. No conozco ni los modales finos de la corte, ni los vestidos de seda, como tampoco las joyas de oro. No sé decir esas palabras que seducen a las mujeres. Los mismos que me temen me desprecian. ¡Pues bien!, hermanos, iré hasta la ciudad del rey, hasta Upsala; entraré en el palacio del rey de Suecia, y le pediré para mí a su hija Gunhilda, que es una doncella bella y culta. Y, si no pierdo la vida, tendré como mujer a la más noble princesa del Norte.
Sus hermanos le respondieron:
—Iremos contigo y apoyaremos tu causa. No existe un solo rey que se atreva, al vernos, a rechazar tu petición. No habrá un solo hombre que te diga: «No obtendrás lo que quieres».
Se fueron, pues, a Upsala; se presentaron ante el rey, que estaba rodeado de su corte, y Angantur expuso su solicitud con energía e insolencia.
Mientras hablaba veía al rey demudarse y a los asistentes inclinar la frente como culpables. Cuando calló, la sorpresa y el miedo estaban reflejados en todos los semblantes.
Entonces, un muchacho se adelantó. Tenía bellas facciones, graves y melancólicas; sus ojos eran dulces y claros; sus ademanes, suaves; su andar, firme y airoso: se llamaba Hialmar.
—Señor —dijo—, ese Bersaerk no ha hecho nada más que saquear vuestras ciudades y vuestros campos, matar a vuestras gentes y robar vuestro ganado. Y luego se ha reído de vos, tratándoos de rey de paja Yo, que os he servido fielmente siempre, que os he defendido en Consejo y he derramado mi sangre por vos en los campos de batalla; yo, digo, no me hubiese atrevido a haceros una petición como esa. Pues la princesa Gunhilda es digna de un amor más ilustre que el mío. Pero, ya que ese Bersaek ha puesto sus ojos en ella, y que no ha sido expulsado de aquí a la primera palabra, os suplico que deis vuestra hija a vuestro buen servidor antes que a ese hombre.
El rey contempló a Hialmar con favor, pues lo estimaba como uno de los mejores de los suyos; y lo miró también con piedad, sabiendo que su intervención le costaría probablemente la vida. Luego se volvió hacia Angantur, y el temor y la indecisión se apoderaron de su ánimo. Tardó mucho en responder, y por fin dijo:
—No forzaré en absoluto a mi hija en sus amores, ni tampoco en su voluntad: ella se casará con aquel a quien haya libremente escogido.
Gunhilda se levantó. Un velo azul recogía sus cabellos dorados; su vestido ceñido revelaba unas formas finas y bien proporcionadas; una hebilla de esmalte sujetaba en su cintura una rica cinta de orfebrería. Y dijo al rey:
—Señor, no era mi intención el dejaros tan pronto, contenta como estoy con mi suerte y vuestras bondades. Pero si he de tomar un marido, dadme a Hialmar, que es un hombre amable y de bello carácter, y no a Angantur, a quien no conozco si no es por su mala fama.
Mientras se manifestaba de este modo, se sonrojó, pues ella amaba a Hialmar en lo íntimo de su corazón, y mostraba alternativamente esa audacia tranquila y esa púdica pavidez que constituyen el doble encanto de las vírgenes.
Angantur frunció el ceño, sus ojos se pusieron lóbregos como un cielo de tormenta y replicó:
—No hay necesidad de más discursos, pues sobre este punto mi decisión es bien firme:
Y, dirigiéndose a Hialmar, añadió:
—Por lo que a ti respecta, escucha esto: el día del equinoccio de primavera, dirigiré mi nave hacia la isla de Samsöe y te esperaré allí. Si no vas, serás tenido por mentiroso y cobarde por todas las personas de honor.
—¡Sea! —respondió Hialmar—, el áncora de mi nave agarrará en la arena de la isla. No hay playa tan lejana a la que no quiera ir a encontrarte.
Angantur y sus hermanos volvieron a su casa. Cuando llegó el equinoccio de primavera, el hermano mayor ordenó colocar los remos y preparar la vela del barco.
—Iremos a Samsöe —dijo—, para que Hialmar no salga de ella si comete la imprudencia de ir allí. Luego, Gunhilda será mía.
Su padre, Arngrim, que tenía gran experiencia de los peligros, le dio sabios consejos.
—Cuelga de tu tahalí —dijo—, mi espada Turfing, la vieja compañera de mis batallas. Fue forjada por los enanos en las cavernas ardientes de la montaña; su hoja, templada en la sangre venenosa de un dragón, posee una virtud mágica: cada vez que sale de su vaina de cuero claveteada de oro, es la señal de que un hombre va a morir.
Angantur tomó la espada y respondió:
—Tengo más confianza en mi brazo que en las espadas encantadas. Vuestra espada, sin embargo, hundirá el cráneo de Hialmar, puesto que éste es vuestro deseo.
Por su parte, Hialmar se disponía a dirigirse a Samsöe. Antes de su partida, la princesa Gunhilda lo llamó a su lado y le dijo:
—Hialmar, mi corazón os pertenece, no será para ningún otro. Tomad este anillo que os ofrezco: si lo vuelvo a ver en vuestro dedo, viviré feliz; si vuelve a mí solo, moriré como vos.
Hialmar se puso el anillo en el dedo y respondió:
—Tengo vuestra palabra, y, porque os amo, haré de manera que podáis vivir.
Partió con Orvar-Odd, su hermano de sangre, y unos cuantos hombres escogidos. Dos navíos los llevaron a Samsöe. Pusieron pie en la isla y, suponiendo que los hijos de Arngrim les habían precedido, se adelantaron en la región para ir a su encuentro.
Mientras ellos se alejaban, Angantur y sus hermanos entraron en la bahía de Samsöe y divisaron las naves de Hialmar amarradas entre los juncos y llenas de guerreros. A la vista de este espectáculo, el furor de los Bersaerks los enajenó: se lanzaron hacia la playa y se precipitaron sobre sus enemigos, lanzando espantosos alaridos. Los hombres de Hialmar eran valientes y no huyeron ni lanzaron un solo grito para pedir ayuda. Todos se batieron y murieron en su puesto; su sangre tiñó de rojo el mar y sus cuerpos mutilados fueron arrastrados por las olas.
Entonces, los Bersaerks corrieron de una parte a otra de la isla, haciendo entrechocar sus armas, y llenando los bosques y las llanuras de salvajes gritos.
Hialmar y Orvar-Odd regresaban al lugar en que habían dejado a sus compañeros. De lo alto, vieron los barcos vacíos, los cadáveres esparcidos por el mar, y a los matadores gritando y agitando espadas ensangrentadas. Y Hialmar dijo tristemente a su amigo:
—Esta noche seremos los invitados de Odín.
Odd lo miró, sorprendido y disgustado, y respondió:
—¿A qué vienen esas fúnebres palabras? ¿No tienes una prometida que suspira por tu vuelta? Créeme, los doce hermanos se sentarán esta noche, sin nosotros a la mesa de Odín.
Hialmar sacudió la cabeza para expulsar de ella pensamientos sombríos y continuó:
—Uno de nosotros combatirá contra once de los hermanos; el otro se enfrentará con Angantur, que vale por sí solo más que todos sus hermanos juntos. ¿Qué prefieres?
—Seré yo quien vaya contra Angantur —dijo Odd—. Tiene una espada encantada, Turfing, que fue forjada por los enanos de la montaña y que fue sumergida en la sangre de un dragón; tu cota de acero no te protegería de ella, mientras que yo, que sólo llevo una camisa de seda, estoy mejor armado que tú frente a los maleficios.
—¡No! —replicó Hialmar—, soy yo quien ha provocado esta batalla y soy yo quien te ha traído hasta aquí; y he prometido a Gunhilda algo más que seguir tu sombra. Mi espada, pese a no estar encantada, no cederá ante la de Angantur.
Sostenía todavía su noble disputa cuando aparecieron los Bersaerks. Angantur venía el primero. Turfing brillaba en su mano como un rayo de sol. Se detuvieron a unos pasos, y el mayor, dirigiéndose a Hialmar y Odd, dijo:
—Conocemos vuestro valor, sabemos qué rivales tenemos enfrente; y, en cuanto a vosotros, terrible es la tarea que os espera. Comportémonos, pues, como hombres que tienen consideración mutua y no menosprecian al que cae. Convengamos, si os parece, en que el vencedor no se apropiará de las armas del muerto, que respetará su cadáver y lo tratará con honor. Si muero en este lugar, quiero que Turfing sea enterrada junto a mí bajo el túmulo de piedras que cubrirá mi cuerpo. Los supervivientes darán sepultura a los vencidos y levantarán sobre ellos un túmulo elevado, como corresponde a adversarios dignos de gloria.
Así habló, y todos se comprometieron a hacer lo que él proponía. Luego, se atacaron: Hialmar y Angantur, Orvar-Odd y los once hermanos.

Odd no era de gran estatura, pero tenia músculos de acero, sólidos los huesos del cráneo y una sangre tría que le ahorraba los golpes inútiles y los arrebatos funestos. Uno tras otro, tumbó sobre la hierba a los once hermanos, mientras él sólo recibía heridas leves. Entonces, buscó a Angantur y Hialmar. Vio al gigante tendido de espaldas y ocupando un gran espacio del suelo. Tenía la mano crispada sobre su espada, sus ojos dilatados contemplaban las nubes y una enorme herida le surcaba el pecho, del cual salía un humor negruzco.
Hialmar, a cierta distancia, estaba sentado sobre una mancha de césped. Los pedazos de su casco le colgaban por las mejillas; su cota destrozada dejaba al descubierto su carne lacerada; la sangre le chorreaba por todo el cuerpo; tenía los párpados cerrados y los labios mortalmente pálidos.
Odd lo tocó suavemente y le dijo:
—Amigo, pareces indispuesto. ¡Qué combate más duro has librado!
Hialmar entreabrió los ojos, sonrió a su hermano y respondió con una voz muy débil:
—Turfing me ha atravesado el corazón con su hoja templada en la sangre del monstruo. Pronto dejaré de existir. Pero antes, amigo, escúchame: el anillo que llevo lo recibí de mi dama Gunhilda, quien me dijo estas palabras: «Si lo vuelvo a ver en vuestro dedo, viviré feliz; si vuelve a mí solo, moriré como vos». No me lo quites de la mano, sino que lleva mi cuerpo a Upsala para mostrárselo a Gunhilda, a fin de que ella no muera por mí, que muero por ella. Y le dirás: «He aquí la prenda de su fe y de su voluntad; en su último suspiro ha pronunciado el nombre de Gunhilda, su amada».
Besó el anillo y expiró.
Odd reunió a los doce hermanos uno al lado de otro. A cada uno de ellos le dejó sus armas, y colocó sobre el pecho de Angantur la espada Turfing, cuyo brillo espléndido se había apagado como el sol bajo los vapores del ocaso. Amontonó sobre ellos terrones y bloques de piedra enormes, elevando así un túmulo majestuoso, que las aves de presa golpeaban en vano con sus alas, mientras trazaban en el aire sus rápidos círculos.
Y cuando hubo llevado a término este deber, Orvar-Odd descendió a la playa, llevando en sus brazos el cuerpo de Hialmar; lo depositó en una de las naves, con la cabeza vuelta hacia el nordeste, y, maniobrando la vela, puso lentamente rumbo a Suecia.
Llegó a Upsala un día cuando anochecía. Había fiesta en el castillo del rey, pero Gunhilda no participaba en ella; sola en su habitación, meditaba tristemente, con la mirada hacia el lado del mar. Odd atravesó el palacio bullicioso llevando a su amigo, pasó el umbral de la habitación y tendió el cuerpo a los pies de Gunhilda.
—Princesa —dijo—, he aquí a Hialmar, vuestro prometido, que ha muerto por vos. El anillo de oro que su boca, fría ya, besó está en su dedo, para que vos no muráis por él conforme a vuestra promesa. He aquí la prenda de su fe y de su voluntad. En su último suspiro ha pronunciado el nombre de Gunhilda, su amada. Y yo vengo aquí para daros a conocer todo esto, tal como él quiso.
Gunhilda se puso de pie bien erguida, pero en seguida desfalleció y se desplomó sobre sus hermosos cabellos: su corazón se había roto, su alma había volado.
Y los sepultaron a los dos bajo el mismo túmulo de piedras, en Upsala.
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Cuentos Vikingos: LA MUERTE DE HIALMAR
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